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IV Forum Latino en Red

Presentación

El tiempo Covid: impasses y paradojas

Un real nos sorprendió hace unos meses anunciándonos que todos somos vulnerables. Poco importa que la ciencia hubiera podido preverlo, nada nos preparaba de antemano para la detención repentina y obligatoria de nuestras actividades, de nuestros proyectos y del futuro inmediato que podíamos imaginar. Tal como la muerte misma, el saber que somos mortales no evita el escalofrío cuando se presenta en nuestra puerta ni podemos estar seguros de la manera en que nos afectará, cuando acontezca.

El significante “guerra”, contra un enemigo invisible, además, nos confinó. Ese significante no solo no apaciguaba, sino que, paradójicamente, propiciaba la confrontación con los vecinos, los inmigrantes, los semejantes. Cualquiera podía ser portador del peligro invisible propiciándose así la caza del culpable, en el afán de identificar al enemigo, de concretarlo en algún lugar. Este uso permitía velar, por otra parte, las fallas del sistema y las debilidades del Estado. Que la salud y la educación, especialmente, habían sido olvidadas, abandonadas incluso, se puso en evidencia, así como la debilidad del sistema político para afrontar las exigencias del mercado.

Pero no estamos hoy en el mismo tiempo; otro significante, aunque de uso común, retorna al centro del debate, y es el de libertad. El confinamiento suprimió buena parte de nuestras libertades y así lo aceptamos, consentimos a la reclusión voluntaria, era una elección forzada. Pero la libertad del mercado reclamaba su parte y la necesidad de supervivencia también.

Un hecho paradigmático lo ejemplificó bien en el país: la muerte de varios jóvenes en una discoteca popular luego de la redada policial. Según los análisis posteriores, más de la mitad de los fallecidos y los detenidos portaba el coronavirus. Los medios culpabilizaron a los jóvenes irresponsables que esparcían la enfermedad sin escrúpulo. Pocas voces, sin embargo, se inquietaron por el incentivo al consumo, la fiesta y la diversión que los organizadores fomentaron. Es que el discurso capitalista se apoya en la producción intensiva de la falta de goce favoreciendo eventualmente un delirio que se realiza en la depredación. Vive hoy y no pienses en el mañana, ¿no es ese acaso el discurso corriente de la época?

Que la discoteca en cuestión no cumpliera con los mínimos estándares de seguridad, tampoco es un tema que nos extrañe pues, nuestra economía es, de manera notoria, informal. El empresario de sí mismo, habitante de un país que no tiene manera de asegurarle una vida digna, hace lo que puede para salir adelante, alquila teléfonos, balanzas, vende en la calle casi cualquier cosa: lapiceros en la puerta del hospital, pan en cualquier esquina. Es así como, en este país, la gente rara vez muere de hambre y, en cierto sentido, el desempleo no existe ni los movimientos de la bolsa impactan significativamente en la estabilidad económica del país. El contagio fue incontenible.

En suma, diversos tipos y anhelos de libertad se oponen al encierro y hacen síntoma social, “la fiesta Covid” es su carta postal. El imperio de la pulsión, pero, también, el de la vida misma, es hasta cierto punto irrefrenable, así como el empuje, no solo a la libertad de vivir bajo los propios parámetros sino, en muchos casos, a la libertad de morir. Si la bolsa o la vida implican la elección forzada de la vida mochada de la bolsa, el discurso imperante favorece en muchos lares, mucho más de lo que a primera vista parece, una elección que es la misma: libertad o muerte. En este caso, elegir una es arriesgar la otra, desprovista, eso sí, de cualquier ideal, porque la situación anuncia que perderás la bolsa y la vida. Se lo ve en la inmigración masiva de pueblos por el mundo, se lo intuyó aquí, cuando los inmigrantes que vivían en Lima decidieron regresar a sus tierras a pie, desacatando la cuarentena obligatoria (no es casual que se los apodara “los caminantes”, actores de una guerra de tronos espectral), pero también se lo observa en los que salieron a cumplir su papel en el mercado de la sobrevivencia y en los que, esta vez, pudiendo elegir otra cosa, optaron por la felicidad del consumo. El predominio de la pulsión de muerte se realiza de manera sutil. En el país, por ejemplo, la gran mayoría de la población estuvo de acuerdo desde el inicio con las medidas restrictivas dictadas por el gobierno; al mismo tiempo, lentamente, una parte importante de la población las fue desacatando poco a poco, sin mostrar, casi, su desacuerdo. Entonces, y a la inversa, ¿no puede leerse aquí una suerte de rebeldía silenciosa ante mandatos que se vuelven imposibles de cumplir? Finalmente, tampoco la vida es respirable si quedamos supeditados a la fantasía de prevención total.

El filósofo italiano, Giorgo Agambén[1], por otra parte, ha levantado la voz varias veces para denunciar la biopolítica actual. A su modo de ver, en resumen, acatar las medidas restrictivas del Estado es dejarnos tratar como organismos biológicos bajo el comando de la ciencia y al servicio de la voluntad opresiva de los Estados que, de manera indirecta, o no tanto, pretenderían contener las protestas sociales. Ciertamente, el ángulo más saltante de su crítica es el que aduce la supresión calculada de los espacios públicos. El teletrabajo, la tele política, la teleeducación y toda la serie de “teles” que le sigue reducen la posibilidad de intercambio social (ese vocablo latino, ¿no significa acaso distancia?); además, el teletrabajo, por ejemplo, desdibuja los horarios y tiende a culpabilizar a quienes no rinden al ritmo de la urgencia; sin duda, la exigencia de productividad no encuentra límite, al punto de haberse suprimido los días festivos. No obstante, lo que por un lado es aislamiento por otro es presencia excesiva, de los cuerpos y de los imperativos también. La pausa y la separación se dificultan, dando lugar a un nuevo encierro: el del sujeto sin voz ni presencia.

El tema se vuelve preocupante cuando escuchamos decir a los médicos que, de ahora en adelante, viviremos en una serie sucesiva de pandemias, pues la afinidad entre la medicina y la biopolítica no es cosa de hoy. Nadie ignora, tampoco, que el miedo somete.

Pero Agambén no sopesa bien el hecho de que el ser hablante no puede ser reducido a un organismo, aunque se quiera. Somos, fundamentalmente, cuerpos hablantes. Efectivamente, se nos tiene o nos retiene por el cuerpo, pero, en lo sustancial, es el cuerpo el que nos tiene y eso implica, también, que ese cuerpo hace síntomas y es con ellos que habla; de él, no hay libertad posible mientras lo anime una vida. El mal del que hay que defenderse es el del rechazo de los límites que la vida misma impone, donde anida el odio, que no es, en lo más íntimo, sino el odio de sí mismo. También es cierto que el tutelaje, la infantilización de la población y la intolerancia manifiesta no hacen sino exacerbarlo, propiciando el pasaje al acto, sea que este persiga el autocastigo, sea que busque liberarse del opresor, del cuerpo opresor, incluido.

Un discurso en el que el argumento cuenta poco o nada sino la transmisión rápida de la pasión del odio, la envidia, el resentimiento y la discriminación amenaza con constituirse en la verdadera y más peligrosa pandemia globalizada. La lengua de la satisfacción pulsional sortea el tiempo de comprender, dedicada al impacto contundente, inmediato, rimbombante de los cuerpos. ¿Cómo introducir allí un corte, una detención, una nominación eficaz? ¿No será este el desafío más crucial?

Estamos llenos de paradojas, sin embargo. Quiero terminar con un comentario del psicoanalista francés Gerard Miller[2], quien dice lo siguiente: “El confinamiento nos ha colocado, no en el mundo de después, sino, en todo caso, en un mundo más tranquilo, menos estresante, más calmo, menos contaminado y más próximo de aquellos que se ama cuando se ha tenido la suerte de estar confinado con una parte de aquellos que se ama. El confinamiento ha sido la posibilidad de detener este mundo chiflado. El desconfinamiento, es reencontrar el exterior, con el virus, por supuesto, pero también con todos aquellos que tienen ganas de que el mundo continúe como antes. Eso es mucho más traumatizante que el confinamiento en sí mismo”. Efectivamente, me pregunto, ¿quiénes quieren, seriamente, volver al mundo como era antes?

Tampoco podemos desconocer que los tiempos del Covid han facilitado encuentros que, hasta no hace mucho, eran impensables. Hace ya más de un siglo, la introducción del teléfono encontró resistencias porque se consideró que aumentaba las posibilidades de mentir y estafar, además de permitir la intromisión de un tercero en la vida privada. Pero terminó de instalarse y ha de haber muy poca gente hoy en día que prefiera vivir sin uno. Tampoco el cine destituyó al teatro y las imprentas no han dejado de existir a causa del libro electrónico. Claro que el modo de comunicarse ha variado, así como la relación con el tiempo, los síntomas también. La tecnología nos ha transformado, pero es incontenible. Las cartas son ahora sencillos WhatsApp (o Signal, según el gusto), esas aplicaciones que solicitan la respuesta inmediata, independientemente de que, por un breve momento hubiera quienes se quejaran de su uso alegando la destrucción del idioma y de las reglas que el respeto impone. Sin embargo, ¿cuántos optan voluntariamente, hoy, por no usarlas? En fin, nada es permanente ni puro. Eso es, precisamente, lo que las teorías de la conspiración no admiten.

Entonces, ¿hacia dónde viramos? Porque es un hecho que la experiencia Covid instala un antes y un después, y, también, porque es un deber ético impedir que la digitalización del mundo nos reduzca a un genoma, a un algoritmo, a un número cualquiera.

Marita Hamann

NOTAS

  1. Agamben., G. ¿En qué punto estamos? La epidemia como política, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2020.
  2. Miller, G., “Confinement. Un divan sur le fil”, https://france3-regions.francetvinfo.fr/confinement-divan-fil-1876428.html